Desasirnos del pecado, un proceso doloroso - 2 de agosto

Introducción iconográfica


Miremos ahora el capitel que remata el parteluz. En cada una de las caras, aparece una de las tres tentaciones de Jesús en el desierto.

En la izquierda, el demonio ofrece piedras al Señor para que las convierta en panes. En el frente, le invita a arrojarse desde la torre. En la derecha, le promete riquezas si se postra a adorarle. Mirando hacia el interior del templo, aparece la victoria sobre las tres tentaciones; aquí los ángeles sirven al Señor.

Jesús nos da las armas para poder mirarnos en el espejo de la pureza de su Madre, acoger en nosotros la gracia de su Padre, y vivir como él, como hijos de Dios. Las tres escenas de las tentaciones en el desierto, presentan la figura del demonio bajo formas monstruosas aludiendo, como era habitual, a la fealdad del pecado.

En la imagen del capitel que hemos incluido en las ilustraciones aparece una cartela sostenida por los dos —Cristo y el demonio—, en donde puede leerse en latín: «Todo esto te daré si me adoras». A lo que Cristo responde: «Apártate, Satanás».


Comentario catequético


A fuerza de ver películas americanas nos hemos acostumbrado a una frase y a una mentalidad en la que al que no gana mucho, brilla mucho, manda mucho, influye mucho, hace lo que viene en gana, es muy guapo, etc., etc., se le dice: «¡eres un perdedor!». Pero seguramente no nos hemos parado a pensar lo que está detrás de esto. ¿Qué es perder y qué es ganar? ¿Tu humanidad se construye o se destruye?

John Henry Newman (beatificado por Benedicto XVI) era un prometedor y brillante clérigo anglicano, con muchísima influencia en el mundo político y universitario de Oxford de la primera mitad del s. XIX. Leyendo a los Padres de la Iglesia llega paulatinamente a la convicción de lo insostenible de la posición intelectual y personal en la que se fiaba.

Se convence de que la iglesia de Inglaterra no es ninguna vía media entre extremos indeseables (católicos y protestantes). Es, sencillamente, cismática. ¿Qué hacer? ¿Perderlo todo? ¿Sacrificar posición, fama, influencia, afectos, por un detalle digamos «sin importancia»? ¿Convertirse, por propia decisión, de su actual posición de privilegio y general admiración, en un «perdedor», un «papista», traidor a «su majestad», la corona real británica, cabeza de la Iglesia de Inglaterra? Sí, exactamente. Perder y ganar. Pasar de las loas a las sátiras, de las alabanzas a las críticas feroces. Por honradez intelectual, por no pactar con la mediocridad, por no querer vivir en la mentira, una vez que se le ha mostrado la verdad... perder, y ante todo ganar... Poco después escribió una novela autobiográfica, con ese título: Perder y Ganar (publicada en español por ediciones Encuentro).

Este combate por la integridad, por ser de Dios, por vivir a la luz del día (no huyendo a esconderse, como Adán en el paraíso tras la caída, cf. Gn 3,10) lo ha librado también el Señor Jesús, sometiéndose y venciendo las tentaciones. La tentación, de hecho, no tiene nada de malo. Es ocasión de fidelidad, de fortalecimiento, de mérito... Dios quiere que Jesús las sufra. ¡Es el Espíritu el que le lleva al desierto! Jesús va delante de nosotros a la lucha, inaugura la Cuaresma, la lucha por separarnos del pecado para vivir como hijos de Dios.

El CCE aclara:

CCE 538: Los Evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan: Impulsado por el Espíritu al desierto, Jesús permanece allí sin comer durante cuarenta días; vive entre los animales y los ángeles le servían (cf. Mc 1,12-13). Al final de este tiempo, Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de él hasta el tiempo determinado (Lc 4,13).

CCE 539: Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto (cf. Sal 95,10), Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo; él ha atado al hombre fuerte para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3,27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.

CCE 540: La tentación de Jesús manifiesta la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres (cf Mt 16,21-23) le quieren atribuir. Por eso Cristo ha vencido al tentador en beneficio nuestro: Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado (Hb 4,15). La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de la gran Cuaresma, al misterio de Jesús en el desierto.


Preguntas

1. ¿Te das cuenta de que Dios y nosotros vemos las cosas de otro modo con respecto a perder y ganar? ¿Crees que Cristo ha padecido verdaderamente las tentaciones? ¿Para qué?

2. ¿Qué es una tentación? ¿Es pecado tener tentaciones?

3. Hay quien dice que la mejor manera de luchar contra ellas es sucumbir, ¿crees que es cierto? ¿Por qué? Entre todos, ¿se nos ocurren ideas prácticas para luchar eficazmente contra ellas?


Oración.

(Fragmento de la ofrenda de santa Teresita de Lisieux al amor misericordioso de Dios).

¡Oh Dios mío, Trinidad Santa! Yo quiero amarte y hacerte amar y trabajar por la glorificación de la santa Iglesia, salvando las almas que están en la tierra y liberando a las que sufren en el purgatorio. Deseo cumplir perfectamente tu voluntad y alcanzar el grado de gloria que tú me has preparado en tu reino. En una palabra, quiero ser santa. Pero siento mi impotencia y te pido, Dios mío, que seas tú mismo mi santidad.

Ya que me has amado hasta darme a tu Hijo único para que fuese mi Salvador y mi Esposo, los tesoros infinitos de sus méritos son míos; te los ofrezco gustosa y te suplico que no me mires sino a través de la faz de Jesús y en su corazón abrasado de amor.

Te ofrezco también todos los méritos de los santos (de los que están en el cielo y de los que están en la tierra), sus actos de amor y los de los santos ángeles. Y, por último, te ofrezco, ¡oh Santa Trinidad! El amor y los méritos de la Santísima Virgen, mi Madre querida; a ella le confío mi ofrenda, pidiéndole que te la presente. Su divino Hijo, mi Esposo amadísimo, en los días de su vida mortal nos dijo: Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederá. Por eso estoy segura de que escucharás mis deseos. Lo sé, Dios mío, cuanto más quieres dar tanto más haces desear. Siento en mi corazón deseos inmensos y te pido, confiadamente, que vengas a tomar posesión de mi alma. ¡Ay! No puedo recibir la sagrada comunión con la frecuencia que deseo pero, Señor, ¿no eres tú todopoderoso…?

Quédate en mí como en el sagrario, no te alejes nunca de tu pequeña hostia…

Quisiera consolarte de la ingratitud de los malos y te suplico que me quites la libertad de desagradarte. Y si por debilidad caigo alguna vez, que tu mirada divina purifique enseguida mi alma, consumiendo todas mis imperfecciones, como el fuego que todo lo transforma en sí…

Te doy gracias, Dios mío, por todos los beneficios que me has concedido y, en especial, por haberme hecho pasar por el crisol del sufrimiento. En el último día te contemplaré llena de gozo llevando el cetro de la cruz. Ya que te has dignado darme como lote esta cruz tan preciosa, espero parecerme a ti en el cielo y ver brillar en mi cuerpo [...]

Para que resuene en tu corazón: deseos de luchar y de amor al Señor («obras son amores»).

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